“Es sabio no extender una discusión,
pero más sabio es no iniciarla”.
La vida moderna nos enseña a vivir a la defensiva. Aprendemos desde muy temprano a ver al otro como un contrincante al que tenemos que vencer.
Una de las manifestaciones más frecuentes de estar a la defensiva es discutir.
Lamentablemente, no solemos darnos cuenta de la naturaleza defensiva de nuestras discusiones. Casi siempre, si no siempre, pensamos que el único motivo para hacerlo, es que tenemos la razón.
El problema comienza cuando, en el afán de sostener nuestra razón, dejamos de escuchar y, más aún, de tratar de entender al otro.
Los seres humanos necesitamos de los demás para existir como personas.
El exceso de estímulo hacia el poder y el éxito nos han llegado a hacer temer la intimidad al punto de defendernos de ella.
Discutir nos aleja de la intimidad. Dialogar nos permite reconocer la maravilla de ser diferentes, de compartir, de intimar y de sostener el espíritu de lo humano.
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